EN FAMILIA
I
AL FRENTE DE MI CASA nunca hubo nada más que un rancho. Primero uno de
bahareque donde se quedaba un -y que- viudo que tenía el resabio de maldecir a
todos los vecinos al llegar borracho los viernes por la noche y hacerse el
inocente los días siguientes. Tenía un aspecto cadavérico y taciturno que
aunado a su caminar apaciguado, hacían pensar a cualquiera que no mataba ni una
mosca.
Luego, cuando el viejo
Efraín se cansó de que todo el mundo le anduviera haciendo mala cara a toda
hora y se fue, una pareja construyó cuatro paredes igual de debiluchas que
debían abrigarlos a ellos y a sus cinco hijos. Allí se juntaban cocina, baño,
sala, comedor, tendedero y hasta nido de amor. Tenía la apariencia de una
tacita de barro mal hecha y la facilidad para levantar la compasión de todo el
que por allí pasara; y si no, que lo digamos nosotros que los veíamos todos los
días como el reflejo de la peor parte de este barrio decadente.
Cuando se cansaron de discutir con sus vecinos más cercanos
-los Azuaje- también dejaron abandonado aquel rancho miserable, dándole paso a
una nueva pareja, esta vez más joven, pero igual de pobres. Vivieron allí
escasos dos años y no pudieron en todo ese tiempo pegar ni un bloque que
eliminara ese trazo mal hecho llamado casa. Los sonidos de sus gritos, el
televisor encendido o el rugir de la licuadora eran perceptibles a cuadras de
distancia, pues la estructura frágil y triste no alcanzaba a brindarles siquiera
la mínima intimidad. Tenían al principio aspecto de ser mejores personas que
sus antecesores, pero el contacto con aquellos miasmas sórdidos los invadió muy
rápido, convirtiéndolos en un par de esperpentos grotescos y rancios.
Hasta que llegaron los Mansalva. Ellos transformaron
aquellas paredes frías y harapientas en una quinta. No necesitaron sino de año
y medio, una cuadrilla de obreros desnutridos (parecida a un ejército), y
centavos a granel, para cambiar aquellos cuatro muros en un espacio con habitaciones
placenteras, baños de primera, techo de machihembre, lámparas importadas y
pisos de granito impresionantemente pulidos. La fachada bañada de piedra laja
se quedó pendeja ante las barandas de hierro forjado italiano que usaron para
las escaleras que comunican los cuartos, y una cocina empotrada con tablones de
mármol terminó de poner el toque extravagante a los espacios antes desolados.
Recuerdo cuando llegaron. Al verlos bajarse del camión de
mudanzas pensé: << ¿Ahora qué
sorpresitas traerán estos?>> Acomodaron los corotos sin hacer mucho
ruido. Parecían casi inofensivos. La mayoría de los vecinos –incluyéndonos-
mantuvieron la distancia al principio, pero apenas se dio inicio a la
construcción de semejante mansión, no había quien no deseara la amistad con
“los nuevos”.
Los Perea les llevaban huevos recién puestos por las escasas
gallinas del corral. Los Pérez Pérez les avisaban cuándo llegaba y se iba el
agua, el aseo, la luz o el teléfono: <<¡Vecinos! ¡Vecinos!...corran que llegó el aseo>> Gritaban a
viva voz. Las hermanas Ramírez les prestaban sus servicios, la una para
plancharles y la otra para lavar la ropa, que aunque no eran gratis sí era la
primera vez que se los hacían a alguien de la misma cuadra.
Todo el barrio enloqueció por “los nuevos” y los escrúpulos
de la gente se desvanecieron conforme se desaparecía la imagen de aquel rancho
que durante años afeó el ambiente y creó tantas discordias. Parecía que a
medida que se construía la quinta se asomaban alegres las más bajas intenciones.
Nadie salió ileso. Hasta mi mamá empezó a sentir simpatía por aquellos
desconocidos. Primero con el menor de los hijos, un adolescente inadaptado y
rebelde que le despertaba mucha ternura y al que deseaba proteger de los golpes
de un hermano mayor que se sentía con el derecho de aplastarlo por el hecho de
cubrir los gastos de aquella casa; y luego por la señora, una mujer enferma y
quejumbrosa, harta de su marido diabético y de sus dolencias seniles.
No actuó como la mayoría,
ofreciendo servicios o avisando eventos cotidianos, sino empleó el viejo truco
de compartir recetas. Primero de dulces, y luego de cuanta entrada o plato
fuerte, transmitido por El Gourmet todas
las tardes. Mamá los llevaba a cabo al pie de a letra, para además de figurar
como una excelente cocinera, recibir halagos y despertar la envidia, ganarse la
confianza de aquellos seres que representaban un enigma.
II
Cuando se terminó de
pulir el último escalón y se solidificó aquel ambiente de ostentación y
riqueza, las personas comenzaron a cambiar. Ya nadie creía que el hijo mayor
vendía ropa traída de Margarita, ni que el hijo menor era golpeado por su forma
de contestar a los adultos o su propia condición de adolescente. Todos
empezaron a sospechar que algo andaba mal. Las hermanas Ramírez no volvieron a
lavarles ni a plancharles, según ellas porque tenían miedo de volver a esa
quinta, pues, le habían descubierto al diabético cajas repletas de dinero
escondidas debajo de las zapateras, y eso –y que- las asustó mucho.
Por su parte, “los nuevos” alegaban haber salido de las
Ramírez porque una de ellas les había robado unas joyas invaluables de la
familia. Incluso hablaron de haberlas amenazado con la policía si no las
entregaban.
Los Pérez Pérez dejaron de avisarles los acontecimientos con
la excusa de que ya era tiempo que aprendieran los horarios en que se daban
cada uno; y los Perea, emplearon la salida más creíble para no regalarles más
huevos recién puestos: <<Salimos de
las gallinas.>>
A los pocos meses, estábamos todos durmiendo profundo cuando
se oyó el golpear de la puerta. Era un ruido suave, casi imperceptible. Yo
medio abrí los ojos. Sentí que mi mamá iría a atender y volví a cerrarlos. De
pronto escuché un llanto: <<¡NO! NO
ME DIGA ESO, MANSALVA.>> Era mamá inconsolable. Desperté sobresaltada
y corrí hasta la puerta. Desde mi cuarto hasta la entrada de mi casa no hay
muchos metros, pero mis piernas me pesaban tanto, que el recorrido se me hizo
eterno. Mamá lloraba desconsolada en los brazos de aquel viejo enfermo. La abracé
sorprendida:
—¿Qué pasó? —.
—Mataron a Josnel—. Contestó mamá en medio del
llanto.
Y una sensación de desolación invadió mi cuerpo. Aquellas
palabras se cruzaron con la madrugada fría y me helaron el corazón. La abracé
de nuevo y quise cobijarla, pero tuve la certeza de que aquella expresión de
dolor no se calmaría con nada.
—Lo mató Juan Ander—. Volvió a replicar y lloró
con más libertad.
Voltee a ver al
viejo, quien lloraba en silencio meditando sobre aquella sentencia. Tenía los
ojos rojos y al sentir mi mirada, murmuró:
—Hoy perdí a dos de mis hijos—.
Y volvió a llorar
desconsolado.
III
La barriada entera fue al entierro de Josnel. Ya no había
lágrimas a granel ni quejidos de dolor. Solo silencios. Y miradas acusadoras
buscando al vil Caín. Todos guardábamos la esperanza de ver llegar la justicia.
La lluvia plagó el cementerio y mamá aprovechó para comentar
que eso eran signos de que aquel jovencito era bueno y puro, y el cielo lo
sabía y por eso lloraba. Por eso bañaba en silencio aquella tierra. Aunque
nadie dijera nada, se había atestado, así como la lluvia, un aire de
frustración y rabia. Aquella ceremonia sepulcral se tornó inquisitiva,
acusadora, instigadora.
Al finalizar los
novenarios, una fortaleza de discreción se armó en aquella casa. La vergüenza
de ser los padres de un hijo capaz de matar a su propio hermano se apoderó de
aquellos seres y de inmediato pusieron la casa en venta. No había comprador.
Aquella mansión en medio de un barrio pobre no era la mejor opción para nadie.
A las pocas semanas la remataron. La compraron, a precio de
gallina flaca, un par de homosexuales desesperados por tener un refugio alejado
de la prejuiciosa ciudad. Nunca la habitaron. Nunca nadie la pudo habitar.
Con el tiempo nos enteramos que aquellos viejos enfermos
utilizaron parte del dinero obtenido por la casa, en hacer desaparecer los
archivos de la policía. También supimos –porque entre cielo y tierra no hay
nada oculto como diría mi mamá- que la muerte de Josnel quedó registrada como un
accidente, “una bala perdida en medio de
una riña entre bandas”, para ser más exactos.
IV
Ya han pasado seis años desde que Juan Ander mató a Josnel.
Nadie habla de ello. La policía menos. Es como si Josnel no hubiese existido.
Ni él ni su risa inocente. La vida continuó tal como antes de que los Mansalva
llegaran. Las mismas discusiones por el ruido o la basura en las aceras. Las
mismas críticas siniestras por estar en la calle hasta tarde; o andar metido en
las casas ajenas a toda hora; o andarse enamorando de los maridos de las demás.
En el mejor de los casos, se siguió celebrando la navidad y fiestas, con la
misma algarabía que antes de que se instalara la desgracia en nuestra cuadra.
No obstante, cada vez que
veo el frente de mi casa y me detengo en aquellas piedras pulidas con acabados
tan perfectos, con arreglos de madera tan bien contorneados me digo:
—Al frente de mi casa nunca hubo -y hay- nada más que un rancho—.
FIN
De mi libro Thanatos Agency y otros cuentos insensatos (Táchira, 2009)
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