Sin rastro
I
NO HA PODIDO volver a quedarse dormida sin pensar en él, en
sus cabellos, en su tierna sonrisa perlada y en aquellos ojillos pícaros que
tanto le gustan. No ha podido tampoco volver a concentrarse en el trabajo.
Toquetea los libros como queriendo acariciar aquellas manos que meses atrás no
se apartaban de ellos. Como queriendo robar parte de esa tersura que seguro
ellas desprenden.
No ha podido tampoco volver a introducir datos en la
computadora sin asegurarse que aquel cliente no es él; ¿número de cédula?, pregunta, sin levantar el rostro, con la
esperanza de que la pantalla arroje en grandes y finos trazos el nombre de
RONALD. Pero nada, no ha aparecido. Así como ella no ha vuelto a ser la misma.
No ha vuelto a tener paz.
No ha podido desperezarse una sola mañana sin guardar en su
pecho la esperanza de que él haya perdido, tal como John Cusack en Serendipity, el
papelito donde ella le escribió su número telefónico. Tal vez no fue el viento
que se lo arrebató, tal como en el film, pero al menos algún incidente, igual
de fortuito, como haberlo dejado botado junto a la propina o extraviarlo al
sacar la cartera, podrían ser posibles razones para no saber nada de él.
Era imposible que
aquella mirada solicitándole que escribiera su número telefónico no fuera
sincera. Si era la misma que tantas veces se paseó por la librería. Que tantas
veces le buscó para aclarar dudas sobre un precio o para solicitar información
de algún autor en especial. Era imposible que se lo hubiese pedido para otra
cosa que no fuera llamarla, hacerla suspirar, invitarla al menos a tomar un
café.
No ha podido tampoco volver a leer con la pasión de antes.
De antes de aquel fantástico día en que Ronald le pidiera su número telefónico
y no la llamara. Ahora pasa impávida por las grandes obras y no se detiene a
ojearlas y muchísimo menos se extasía en sus pasajes. Madame Bovary dejó de inspirarle respeto, le pasa por el lado y ni
una pizca de aquella emoción que la desdicha de Emma le producía se deja ver. Ni El amor en los tiempos del cólera o El perro de los Basckerville le producen el más mínimo deseo de
esconderse entre los pasillos para robarse un poco de su magia. Ni siquiera las
locuras de Raucci y su Soy la versión XP han podido arrastrarla
a otro nivel que no sea la tristeza.
No ha podido tampoco dejar de acariciar todos y cada uno de
los libros de arte que Ronald, en otra época, en la que venía a cada rato,
acarició reiteradamente. No le importa que decenas de personas también los
hayan acariciado. Solo siente que en aquellos lomos fríos podrá arrancar parte de
la bondad que sin duda despiertan aquellas manos. Se pasea un rato por Khalo, Manet, Calder, otro por Dalí, Caravaggio, Monet y Rivera. Se
detiene en cualquiera, lo abre y trata de ver si comprende algo. Nada. Lo
intenta. Quiere tener preparada alguna conversación interesante, no para cuando
llame, sino para cuando se vean, para que cuando esté frente a esos dientes
perlados y su pulso se acelere de nuevo no tener que pasar vergüenza. Para
demostrarle que se ha preocupado por su mundo. Arquitectura, dijo, estudio
arquitectura.
II
—Estoy terminando mi tesis de arquitectura y no puedo dedicarme a
la pintura y la escultura como yo quisiera —. Pronunció entusiasta.
Todavía lo recuerda clarito. Como si fuera ayer.
Se imagina el cuarto de arte de Ronald y se pregunta si será
un desordenado como el Pollock de
aquella película norteamericana o si más bien meticuloso como el escultor
cincuentón de Carry en Sex and the city. Tal vez tiene todo un
estudio repleto de obras de arte donde la llevará para pintarla desnuda, así
como lo hizo Jack con Rose. No puede dejar de imaginárselo. No
ha podido. Ni cuando acaricia los libros. Ni cuando el agua de la ducha le roza
la piel y mucho menos cuando el vapor del té caliente le recuerda lo que
ansiaba que esas manos la llegaran a tocar.
Tampoco ha dejado de maquillarse ni un solo día. Primero,
con sombras muy brillantes que no sólo resaltaran la felicidad que llevaba por
dentro, sino para que la hicieran relucir entre tantas mujeres bonitas.
—Seguro a él le llueven las mujeres bonitas —. Se dice una y otra vez.
Debía al menos destacarse
por sus sombras nacaradas, sobre todo aquellas que le favorecían. Luego, por
unos colores más claros y tenues que escondieran su ansiedad. Que disimularan
aunque fuera un poquito el deseo loco que la come por dentro. Que le difumine,
tal cual corrector de ojeras, el maltrecho idilio que pudo, pero no fue.
Porque aunque no haya
podido dejar de pensar en él, y no haya dejado de pasearse por los libros que
Ronald visitaba, aunque los títulos de arte, arquitectura y escultura hayan
dejado de ser terreno inexplorado para ella, él no ha vuelto. Desde ese mágico
día en que le dijo: <<Me tengo que
llevar algo, me tengo que llevar algo y si no, a alguien>> E
intercambiaron sonrisas y frases estúpidas.
Ella sintió paralizarse. <<A mí, que me lleve a mí…>>
Se dijo, mientras soltaba una
sonrisa coqueta que no la terminara de descubrir ante aquellos ojos claros.
Fueron aproximadamente treinta minutos hablando con confianza, diciendo típicas
bobadas de seres que se gustan, ¿o no? Ahora ella dudaba, a ratos, si aquella
conversación no fue más que una amabilidad de un cliente agradecido. Porque
nadie podía negar que ella era una vendedora atenta y esmerada. No solo con
Ronald, sino con todos los clientes. ¿Cuántas veces no le había dedicado horas
para atenderlo? Tal vez el chico quería ser gentil. Pero no, dijo: << O a alguien >> y ese alguien no
podía ser sino ella. Además le pidió el número telefónico, ¿qué más podía
significar?
Pero no volvió. Ronald no ha vuelto. Y ella sigue
esperándolo. Sigue paseándose entre los libros favoritos de él. Ya no mira a Benedetti
y mucho menos a Vargas Llosa. Ya
no siente deseos de descubrir si Jane
Eyre se adelantó a su época o si Cumbres
Borrascosas guarda similitud con su versión fílmica. No se emociona con la
biografía de Rigoberta Menchú ni con la de Virginia Woolf. Ni siquiera porque esas fueron las primeras
biografías que se detuvo a ver cuando empezó a trabajar en la librería. Ni
siquiera porque las admira. Ni siquiera porque ya era justo que empezara a olvidar de ese hombre. Ese ya no
vendría.
Tampoco ha descuidado su cabello. Unos días lo trae suelto,
lleno de bucles que cuida en rizar más que las modelos de Pantene. Otros, lo trae lisito como una seda. Aunque ese look la
haga parecer más vieja, guarda la esperanza de que a Ronald le va a encantar. A
veces lo adorna con ganchitos que no están acordes a su edad, pero que en
definitiva le hacen entretenerse un poco de esa manía que tiene ahora de vivir
pensando en él. Se ha comprado también una faja para que le disimule los
rollitos de la cintura. No le queda más remedio:
—¡Ronald es demasiado bello y en el centro comercial hay tanta
mujer linda! —. Se repite sin cesar.
Tampoco ha dejado de buscarlo en los rostros de la gente que
colma el Sambil de ruido y basura.
Cuando ha terminado de acomodar los libros
–en especial los de arte y arquitectura-
camina con soltura para que si en algún caso Ronald pasa, la observe como
una gacela acicalada y elegante. Para que no se le pierda ningún rostro sin
buscar el de él. Para no pensar que ya no ha vuelto. Que no volverá.
No ha dejado tampoco, ni por un solo día, de imaginar cómo
sería estar en aquellos brazos, sentir
aquellos músculos asfixiarla y recorrer a punta de besos cada centímetro de
aquel cuerpo. Cómo sería dedicarse una noche entera, no, que noche, un fin de
semana entero a ese cuerpo tan esbelto. A esa boca tan seductora. Quedar
enredada en aquellos dientes. Estallar entre gemidos en medio de aquellos ciento
noventa centímetros de piel aterciopelada y dulce. No ha podido dejar de
imaginárselo, no ha querido.
No ha querido ni siquiera porque sus compañeros se han
desgastado en burlas contra su hombre sin rastro. Ni siquiera porque su cargo
en la librería se pondría en riesgo si termina involucrada con uno de sus
mejores clientes (nadie lo podía negar, Ronald había gastado fortunas en esa
librería, no sólo en Da Vinci, Goya, Van
Goh, Lofts, Casas, Apartamentos, Pools, sino en cuanto capricho se le
antojara, lo que lo convertía en uno de los mejores y más esplendidos que
entraba allí). Tampoco porque el tiempo ha pasado inclemente y ya van más de
tres meses de aquel encuentro casual y feliz. Porque no ha vuelto. Porque no
volverá.
III
No se ha resignado a perder. Tampoco se ha amilanado por las
críticas de los demás. Tampoco porque el reloj corre en su contra y otra
oportunidad como esa es difícil que se le vuelva a presentar. Quiere guardar
esperanzas. Las necesita. Ya comprende mejor algunos libros de arte. Ya tiene
listos varios temas de conversación. Ya encontró la manera de disimular la
rabia que le producirá verlo llegar de nuevo que entremezclada con el fervor
que le tiene seguro será como la pólvora y le estallará en sus sienes, pero de
pura pasión. Ya se aseguró de que todas las excusas son posibles, desde que la
estuvo llamando y ella no contestó hasta el típico: hoy te iba a llamar. Ha practicado la sonrisa frente al espejo. Se
ha visto un poco triste, ha tenido que forzarla. Se ha maquillado con desgano y
se ha acicalado sin esfuerzo. Se siente llevar de manera etérea, inconsciente.
Quisiera ya no pensar. No acariciar los libros ni buscar explicación a los
matachos de Picasso. No pensar.
Quisiera ya no sentir. Es que no fueron solo las palabras << O a alguien>>, sino la forma en que las dijo. La mirada que
utilizó. La sonrisa que le desprendió y el sutil encanto que le envolvía.
No ha vuelto a mirar el periódico. No es necesario. La única
noticia cruel en su vida es que Ronald se detuvo a hablar media hora con ella,
le sonrió hasta que se cansó, le pidió su número telefónico y más nunca volvió
a aparecer. Esa sí era la verdadera mala noticia. Ni todos los crímenes del
mundo, ni todas las muertes por sicariato, ni todos los secuestros en la
frontera se podían comparar con el dolor de soñarse entre los brazos de Ronald
y no poder cumplirlo. De verse entrelazada con el hombre de sus sueños: ¡Sólo en sueños! Ninguna crónica podría
compararse con la desfachatez de su amado. Con el sadismo de aquellos dientes perlados.
Con el flagelo de aquel cuerpo musculoso.
Pero ya había pasado mucho tiempo. El suficiente. Era hora
de volver a la realidad. Se animó. Tomó parte de aquellas páginas manchadas de
tinta negra y se dirigió directo a la sección de Sucesos, allí habría al menos crímenes horrendos que la hicieran
olvidar aquellos ojillos tiernos.
Sin esperárselo, consumida por su impotencia y decidida a
olvidar (al menos por unos momentos) la sonrisa de Ronald, sintió un espasmo
que le recorrió todo el cuerpo, una frialdad comparable a una hielera se
instaló en su interior. No podía creerlo. No quería. Impávida sostuvo con una
fuerza inexplicable aquella hoja de papel mientras unas gruesas lágrimas se
deslizaban insolentes por sus mejillas y se llevaban sus ilusiones como una red
a sus peces. En gruesas y oscuras letras, al lado de la foto de su hombre, con
el aplomo de la verdad, decía:
“Hallan cadáver del joven estudiante de arquitectura secuestrado
tres meses atrás”.
Del libro Thanatos agency y otros cuentos insensatos
(Sistema Nacional de imprentas/Táchira, 2009)
Wow!, increible historia me gustó mucho!
ResponderEliminarGracias Deyvis eres muy generoso.
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