TERRÍCOLAS
A Diego Niño,
mi marciano
favorito.
Los encontraron en un
abandono total. Tenían siete semanas sin salir. Los oficiales no habrían podido
determinar desde cuándo decidieron no alimentarse, pero sus ojeras amoratadas demostraban
claros signos de inanición.
Ya no podían recordar cuánto
tiempo llevaban pensando en la inminente destrucción, pero estaban seguros de
haberse devanado los sesos cavilando las posibles maneras en que la tierra
desaparecería. Tampoco, por qué se les habían sembrado esas ideas
apocalípticas.
A Laura le parecía muy
romántico que un meteoro se estrellara contra todo lo que hasta ese momento
conocía. Por eso tal vez decidió abrazarse a Luis en una especie de espera
sempiterna. Estallar en mil pedazos junto a él dejaba abierta la remota
posibilidad de permanecer eternamente unidos en billones de partículas
microscópicas flotantes que navegan juntas por toda la galaxia.
Con aquel abrazo, esperaba
tal vez eternizar ese amor dulzón jamás manifestado de manera abierta a través
de palabras y frases cursis. Ella no lo hizo porque no fue criada en ese
ambiente enternecedor de padres cariñosos que se besan delante de los hijos; y él,
porque venerarla -aunque fuera un poquito- sería una muestra de debilidad.
Luis en cambio se imaginó un
ataque extraterrestre. Aquellos hombrecillos verdes de los clásicos del cine
seguro serían muy distintos, pero sin duda escalofriantes, con cuerpos amorfos,
ojos gigantescos y poderes extrasensoriales, capaces de hacerlos leer las
mentes. Eso sí: más arrechos que los de la Guerra
de los mundos y menos pajúos que los de Señales.
Debían reconocer cuán
estúpidos se veían tendidos en el sofá como un par de zombis, esperando un fin
que nunca llegaba. Encima, el hastío de la espera les hacía recrudecer los olores
persistentes y rutinarios de aquella cuadra: basura, arepas quemadas, aceite de
motor, café recién colado, fritanga, meaos rancios, roles de canela, mierda de
perro. Pensaron, sin atreverse a comentarlo al otro, lo pobres que eran los
vecinos al continuar con sus actividades diarias teniendo el fin del universo
encima.
Cuando sintieron que forzaban
la puerta no opusieron resistencia. Se apretujaron con mayor fuerza y se
imaginaron la hora final. No podían
comprender con exactitud los hechos. Se miraron por un momento como queriendo
detener el tiempo. Sus miradas se entrelazaron en un suspiro largo.
Al fin, cayendo en cuenta
de que no había un nuevo Big Bang y mucho menos invasión marciana, los bomberos
entrometidos comenzaron a importunarlos con: Épale, tortolitos, ¿qué tienen? ¿Están
bien? ¿Están bien? ¿Les duele algo?
Hastiados de tanta súplica
y mostrando cierta tosquedad ante aquel silencio, les solicitaron levantarse,
salir, dejar que los llevaran a un hospital. El tonito era más bien de apúrense par de hijueputas que hay mucho
trabajo por hacer; verdaderas emergencias; además, el hambre aprieta pa andar
perdiendo el tiempo en tochadas. Pero nada, Luis y Laura seguían absortos y
herméticos.
Después de unos breves
segundos, que pudieron parecerse a siglos en el halo idílico desprendido por
ambos, cedieron a las peticiones de los rescatistas y salieron abrazados, encandilados
por el sol. Afuera, una bandada de periodistas hambrientos los esperaban
ansiosos por conocer los detalles de su ataque antropofóbico.
Ante las cámaras, Luis y
Laura soltaron sus manos y se sintieron por primera vez -desde que estaban
juntos- perdidos y abandonados. Agradecieron a Dios porque los aliens no
hubieran aparecido; lo más probable es que al ver tanta mezcla de ridiculez y
absurdo habrían sentenciado con sarcasmo: ¡estos
terrícolas sí son maricos!
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